El año 1224, después de renunciar San Francisco el generalato y haber admirado al mundo con sus virtudes y milagros, se retiró al monte Alvernia, donde pasó su cuaresma de San Miguel. Una mañana, en Septiembre, hallándose en oración, se sintió tan abrasado en incendios del divino amor y con deseos de imitará Jesús crucificado, que de repente vio bajar de lo más alto del Cielo un serafín en figura de Cristo crucificado, que en rapidísimo vuelo vino a dispararse sobre él, y después de la visión dejó en su corazón una impresión maravillosa, y al mismo tiempo en el cuerpo las misteriosas llagas en los pies, manos y en el costado. Ocultó San Francisco esta maravilla por algún tiempo; pero después hizo Dios que las manifestase, para su mayor gloria, con varios milagros.