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23 de Septiembre
San Juan Bautista
La Imposición del Nombre





"El relato del nacimiento del Bautista se interesa más, curiosamente, en la imposición del nombre (Lc 1,59-64) más que en el nacimiento (Lc 1,57-58). Con el alumbramiento se cumple el anuncio divino, algo seguro; en la circuncisión los padres cumplen, y en contra de la opinión de los familiares, con la voluntad de Dios, lo que hace meritoria su obediencia. 

Isabel da a luz en el tiempo debido al hijo del que tantas cosas extraordinarias se han dicho. Extraordinario era ya el mismo parto, dada la esterilidad del matrimonio; y, por ello, causa de una mayor alegría. La participación de vecinos y parientes en el gozo por el nacimiento era lo habitual. Siendo Dios origen de toda vida, lógico era que se le engrandeciera. La dicha se circunscribe a la familia y amigos, no es la alegría del pueblo: aún no ha llegado el mesías.

La ley imponía la circuncisión al octavo día (Lv 12,3): recibiendo el signo de la alianza (Gn 17,11), el niño entraba a formar parte del pueblo elegido y a heredar sus promesas. Al principio, la imposición del nombre coincidía con el nacimiento (Gn 21,3); más tarde, se hizo coincidir con la ceremonia de la circuncisión. No era lo normal que el niño recibiera el nombre del padre, sino que lo recibiera de él (Rut 4,17). Contra todo pronóstico y en contra de la costumbre, es la madre quien propone el nombre que Dios le había impuesto a su esposo. Isabel se comporta según el querer de Dios. Por no conocerlo, resulta lógica la resistencia de la familia, que obliga a intervenir al padre. No puede hablar y, como si fuera también sordo, se le pide por señas su decisión: el deseo del progenitor es la última palabra. En una tablilla de madera escribe el nombre. La coincidencia de los padres maravilla a los presentes, sin que todavía adviertan el sentido profundo del momento. Zacarías da el nombre al niño que le había puesto Dios (Lc 1,13).

En el momento en que obedece, se le devuelve la voz. Quien no creyó y enmudeció recupera la palabra al obedecer. Sin dar explicación de lo sucedido, bendice a Dios. Recupera la voz para volver a la alabanza. A pesar de no haberle creído a Dios, pudo obedecerle y, después, alabarle. Hay aquí un camino de recuperación para el incrédulo y ese itinerario conduce a la alabanza: se recupera de la increencia convirtiendo su mudez en plegaria.

El miedo es la reacción normal ante el milagro presenciado. Quienes han sido testigos del poder divino temen su cercanía pero se convierten en sus testigos por toda la región (Lc 1,39). Cuantos llegaron a conocer lo sucedido, lo tomaron en serio. El creyente no se contenta con superar el estupor, busca su sentido y se topa con la mano de Dios tras lo acontecido: unos inicios semejantes hacen inevitable la pregunta por el porvenir del niño (Lc 1,80). "