Monasterio Vatopedi,Monte Athos (Grecia).
Su padre, tintorero de pieles, pensó casarla con un hombre rico. La joven manifestó que se había prometido a Dios. Entonces, para hacerla desistir de su propósito, se la sometió a los servicios mas humildes de la casa. Pero ella caía frecuentemente en éxtasis y todo le era fácil de sobrellevar.
Finalmente, derrotados por su paciencia, cedieron sus padres y se la admitió en la tercera orden de Santo Domingo y siguió, por tanto, siendo laica. Tenía dieciséis años. Sabía ayudar, curar, dar su tiempo y su bondad a los huérfanos, a los menesterosos y a los enfermos a quienes cuidó en las epidemias de la peste. En la terrible peste negra, conocida en la historia con el nombre de "la gran mortandad", pereció más de la tercera parte de la población de Siena.
A su alrededor muchas personas se agrupaban para escucharla. Ya a los veinticinco años de edad comienza su vida pública, como conciliadora de la paz entre los soberanos y aconsejando a los príncipes. Por su influjo, el papa Gregorio XI dejó la sede de Aviñon para retornar a Roma. Este pontífice y Urbano VI se sirvieron de ella como embajadora en cuestiones gravísimas; Catalina supo hacer las cosas con prudencia, inteligencia y eficacia.
Aunque analfabeta, como gran parte de las mujeres y muchos hombres de su tiempo, dictó un maravilloso libro titulado Diálogo de la Divina Providencia, donde recoge las experiencias místicas por ella vividas y donde se enseñan los caminos para hallar la salvación. Sus trescientas setenta y cinco cartas son consideradas una obra clásica, de gran profundidad teológica. Expresa los pensamientos con vigorosas y originales imágenes. Se la considera una de las mujeres más ilustres de la edad media, maestra también en el uso de la lengua Italiana.
Santa Catalina de Siena, quien murió a consecuencia de un ataque de apoplejía, a la temprana edad de treinta y tres años, el 29 de abril de 1380, fue la gran mística del siglo XIV.
Jesús dijo a Santa Catalina: “Es toda la Esencia divina la que, bajo la blancura del pan, recibís en este dulcísimo sacramento. Así como el sol es indivisible, así Dios se encuentra todo entero y el hombre también todo entero en la blancura de la hostia. Aunque se dividiera la hostia en mil y mil migajas, si esto fuera posible, en cada una de ellas yo estoy, Dios todo entero, hombre todo entero, como te he dicho…
Supongamos que muchas personas vinieran a buscar luz con sus cirios. Una trae un cirio de una onza, la otra de dos onzas, una tercera de tres onzas, ésta de una libra, aquella aún mayor. Todas se acercan a la luz y cada una enciende su cirio. En cada cirio encendido, cualquiera que sea su volumen, se ve desde el mismo instante que la enciende la luz entera, su color, su calor, su resplandor… De igual manera ocurre con los que se acercan a este sacramento. Cada uno lleva su cirio, es decir, el santo deseo con el cual recibe y toma este sacramento. El cirio se apaga, y se enciende al recibir este sacramento. Digo que se apaga porque vosotros, por vosotros mismos, no sois nada. Os he dado, es verdad, la materia con la cual podéis recibir y conservar en vosotros esta luz. Esta materia es el Amor, porque yo os he creado por Amor; por eso vosotros no podéis vivir sin Amor”.