Fue un mulato, nacido en Lima, Perú, en 1579. Fue inscrito como "hijo de padre desconocido". Era hijo natural del caballero español Juan de Porres y de una india panameña libre, llamada Ana Velásquez. Martín heredó los rasgos y el color de la piel de su madre, lo cual vio don Juan de Porres como una humillación.Vivió pobremente hasta los ocho años en compañía de la madre y de una hermanita. Era inteligente y tenía inclinación por la medicina: había aprendido las primeras nociones en la droguería de dos vecinos de casa.
Sintiendo grandes deseos de perfección, pidió ser admitido como donado en el convento de los dominicos del Rosario en Lima. Su misma madre apoyó la petición y éste consiguió lo que deseaba cuando tenía 15 años. Fue admitido sólo como "donado", es decir, terciario y le confiaron los trabajos más humildes. Martín es recordado con la escoba, símbolo de su humilde servicio. Era tan ejemplar, que se alegraba de las injurias que recibía, incluso alguna vez de parte de otros religiosos dominicos, como uno que, enfermo e irritado, lo trató de perro mulato. En una ocasión, cuando el convento estaba en situación económica muy apurada, Fray Martín, espontáneamente se ofreció al Padre Prior para ser vendido como esclavo, ya que era mulato, a fin de remediar la situación.
Dios quiso que su santidad se conociera fuera de las paredes del monasterio, por los extraordinarios carismas con que lo había enriquecido, entre ellos, la profecía, éxtasis y la bilocación. Sin salir de Lima, fue visto en África, en China y en Japón, animando a los misioneros que se encontraban en dificultad. Mientras estaba encerrado en su celda lo veían llegar junto a la cama de ciertos moribundos a consolarlos. A veces salía del convento a atender a un enfermo grave, y volvía luego a entrar sin tener llave de la puerta y sin que nadie le abriera. Preguntado cómo lo hacía, respondía: "Yo tengo mis modos de entrar y salir".
Se le vio repetidas veces en éxtasis y, algunas levantado en el aire muy cerca de un gran crucifijo del convento. A él acudían teólogos, obispos y autoridades civiles en busca de consejo. Más de una vez el mismo virrey tuvo que esperar ante su celda porque Martín estaba en éxtasis.
Llegaron los enemigos a su habitación a hacerle daño y él pidió a Dios que lo volviera invisible y los otros no lo vieron.
Durante la epidemia de peste, curó a cuantos acudían a él, y curó milagrosamente a los sesenta cohermanos. Los frailes se quejaban de que Fray Martín quería hacer del convento un hospital, porque a todo enfermo que encontraba lo socorría y hasta llevaba a algunos más graves y pestilentes a recostarlos en su propia cama cuando no tenía más donde se los recibieran.
Es típico el caso de los ratones que infestaban la ropería y dañaban el vestuario. El remedio no fue ponerles trampas, sino decirles: "Hermanos, idos a la huerta, que allí hallaréis comida". Los ratones obedecieron puntualmente y Martín cuidaba de echarles los desperdicios de la comida. Y si alguno volvía a la ropería, el santo lo tomaba por la cola y lo echaba a la huerta, diciendo: "Vete adonde no hagas mal". Los animales le seguían en fila muy obedientes. En una misma cacerola hacía comer al mismo tiempo a un gato, un perro y varios ratones.